25 de abril de 2015

LAS SIETE SILLAS



La quinta silla terminó en Francia, como no podía ser de otro modo, en el centro de París, en la Cité, o isla del asentamiento, ¡qué mejor nombre para situar una silla!, concretamente, en Notre Dame. Es la silla donde descansa la ira, la ira de Dios. Pero aquella no era más que una de las siete sillas, repartidas por el mundo, en las que descansa cada uno de los pecados capitales.  
Todo comienza cuando se sienta a comer, de forma desmesurada, en un intento de llenar cada rinconcito de su cuerpo, la gula. Cuatro patas descomunales soportaban al más pesado de los pecados conocidos. Esta primera silla se encontraba en una cochambrosa sala de un restaurante de comida rápida, en el mismo centro de Manhattan.
La pereza se retrepó sobre la segunda silla, y derramó sudores y kilos de grasas mundanas, hasta que se hizo trizas, astillas y serrín de tantos sinsabores asentados. Aquella segunda silla estaba en Hawái, recostada en acordes de un plomífero ukelele. Y pasaron mil años sin que la pereza levantara su pesado trasero de la dulce anea, esperando, quizás, algún príncipe que lo despertara de un infinito sueño seboso.
En un cuchitril inmundo de La Habana Vieja, se encuentra la tercera silla, toda manchada de sudores y esencias mundanas, cansada de soportar cuerpos desnudos bailando músicas diabólicas al ritmo sabrosón más empalagoso del Caribe. Sobre ella, no descansaba, sino que gozaba, la lujuria, emitiendo gritos de placer por todos los agujeros de su cuerpo. Y es que la lujuria nunca reposa, ni conoce paz alguna, pues siempre anda buscando humedades en huecos  resbaladizos, oscuros y profundos.  
Alemania, albergaba la cuarta silla. Recubierta de un terciopelo granate y dorado, fue subyugada por el enorme trasero de la avaricia. Se sentó en ella coronándose con mil adornos brillantes, buscando, una vez más, deslumbrar al mundo con destellos de metales imaginados y efímeros.
La envidia, la sexta silla, osada como siempre, quiso sentarse en el lugar de otros, para dejar constancia de sus posaderas inquietas. La envidia andaba deseosa de un paraíso soñado, de aquí para allá, buscando descanso en la silla de un otro imaginado.  Mientras tanto, su preciosa silla se sentía inútil en un pueblecito humilde de Costa de Marfil, en el corazón de África.
La soberbia, se sentó, majestuosa, en la séptima silla, con la absoluta convicción de que había besado el mejor asiento de este mundo: Plaza Roja de Moscú, cuartel general del Kremlin, corazón de todas las Rusias. Allí reposaba, recubierta de oro macizo, colmada de poder, la última de las sillas.
Y es que Dios, cansado como estaba de tantos pecados enrevesados, decidió, un buen día, repartir las sillas, en las que descansa los siete pecados capitales, por diferentes capitales del mundo, para que pecásemos de un pecado cada vez. Y es por eso que, acabo de salir del Caribe y voy rumbo a un pequeño puesto de comida rápida en el mismo centro de Manhattan.

Certamen de relatos, Semana Cultural de Benagalbón, 2015.
Cristóbal Gómez Mayorga